Los viejos sonidos del ferrocarril

 

"Enterradme cerca de la vía para oír el pitido de los trenes. Es el sonido más hermoso", Eran las últimas palabras del maquinista de uno de los trenes de la película "Unión Pacífico", que muere aplastado por su locomotora, volcada en un accidente. Ahora no podría atenderse un ruego semejante porque los trenes ya no son remolcados por locomotoras de vapor y han dejado de pitar, salvo en situaciones muy concretas.

 

(06/05/1997) LosCambian las personas y, más despacio, las cosas que nos rodean, las costumbres no son las mismas y los objetos e instrumentos de que nos valemos han evolucionado. Esos cambios imprimen también ritmos diferentes a nuestra existencia. Basta recordar los primeros tiempos de los ferrocarriles, cuando existía el temor a pasar por los túneles o a que el exceso de velocidad produciría desajustes en el organismo humano. Como en tantos otros casos la práctica se encargó de arruinar esos prejuicios. 
Gradualmente nos hemos acostumbrado a vivir más deprisa y ya nos resulta insoportable el fenómeno contrario -las pausas excesivas, el tiempo de espera demasiado largo y el simple caminar pudiendo ir en vehículo. Incluso el lenguaje ha perdido sus anteriores circunloquios y la síncopa y el monosílabo están a la orden del día. 
Uno de esos ambientes perdidos es el de los viejos sonidos ferroviarios, entre los cuales tal vez el más significativo era el del silbato de las locomotoras de vapor. Ningún otro ha identificado mejor al tren. El silbato perdió su majestuosidad cuando las locomotoras de vapor fueron sustituidas por las eléctricas y las diesel y ahora las nuevas normas han eliminado casi por completo ese sonido. 
El silbido de los trenes estaba tan arraigado en nuestra vida cotidiana que aparecía en canciones, relatos literarios, en el cine y en el propio trabajo. El hondo bramido del silbato de la locomotora ponía un punto de dramatismo en la inmensa soledad de los páramos castellanos, manchegos o aragoneses; anunciaba la llegada de un tren a cualquiera de los apartaderos perdidos entre la intrincada orografía de cualquiera de las cordilleras hispanas, y parecía llevar un anuncio alegre al aproximarse a la estación de destino. 
Azorín, tan obsesionado por el paso del tiempo, describe minuciosamente la llegada de un tren correo, en la noche, a una ciudad de provincias. "La ciudad reposa en un profundo silencio y conforme avanzamos hacia ella, queda atrás el resplandor de la estación mientras el tren se aleja silbando". Ese silbido es para Azorín un contrapunto al inmovilismo del lugar. Pero que vivir es ver volver. Y así, en otro capítulo de ese mismo libro "Castilla", describe una escena parecida, repite la llegada del tren que "silba y de la casa ahora cerrada, muda, si esperamos el paso del tren, veríamos cómo la lucecita roja aparece y luego, al igual que todas las noches, todos los meses, todos los años, brilla un momento y luego se oculta". 
Si Azorín utilizaba el silbido del tren como símbolo del eterno retorno, Emile Zola, en "La Bestia Humana", lo emplea como pausa necesaria para subrayar el drama que momentos antes se han desarrollado en la locomotora "Lisson", donde tras mantener una pelea, han caído a la vía su maquinista y su fogonero. El tren atraviesa sin parar una estación y siembra la alarma porque "no había silbado ni al aproximarse a las señales ni al pasar por las estaciones". 
Finalmente, Eduardo Zamacois, el autor de la mejor historia novelada sobre el ferrocarril escrita en España, ofrece una descripción vil. Zamacois complementaba la documentación que había recogido para sus relatos con experiencias personales sobre los temas que trataba. En "Memorias de un vagón de ferrocarril" explica, en uno de los capítulos, el significado de los silbidos de la máquina, según sus pausas y repeticiones, y añade una espléndida interpretación personal al describirnos en concreto el poderoso bramido que tenían las locomotoras de la serie 4500 del NORTE. Estas máquinas prestaban, por entonces, servicio entre Monforte y León, en la línea de Galicia y así lo describe Zamacois: "En León nos recogía "La Triste", así apodada por lo callado de su caminar y las lúgubres inflexiones de sus silbidos, yo juro que nunca, ni antes ni después, he conocido otra locomotora que pitase igual. La trajeron de América y era gigantesca, correspondía a la serie "cuatro mil quinientas".

Cine

Esta observación sobre estas máquinas era debida a que en ellas -como en las americanas- el silbato tenía sonido de sirena y era tan intenso que cuando la locomotora lanzaba el pitido de salida de Madrid-Príncipe Pío, retumbaba la marquesina. Aquél pitido debió molestar al entonces director de la compañía del Norte, Felix Boix, quien ordenó que se redujera el número de alveolos por los que pasaba el vapor para producir tal sonido. 
LosSin duda el cine ha sido el espectáculo donde la marcha de una locomotora de vapor, lanzando el escape por su chimenea y anunciando su paso con sus silbidos, ha alcanzado su máximo esplendor. No es este el momento de hacer referencia a las innumerables películas en las que el ferrocarril ha sido elemento indispensable del relato. Sólo nos referiremos a una película porque en ella quedan de manifiesto aquellas costumbres ya desaparecidas mencionadas al principio. Se trata de "Nobleza Baturra", una cinta de los años 30 en la que Imperio Argentina canta una hermosa canción que se repitió durante muchos años en España. Una de sus estrofas decía: "La niña cuando va a Misa, ole, ole, carretero, que jaleo lleva el tren". Y, es que el tren en aquella época y durante mucho tiempo después, era un espectáculo ante cuya aparición, en el campo, en la ciudad, los campesinos detenían su tarea para contemplarlo, y niños y mayores se acercaban a verlo, porque entonces era el único medio que permitía soñar con el viaje. 
Y el silbato nos sirve también, en la misma película, como nota de humor y protagonista de un chiste que hizo fortuna y quedó como arquetipo de una forma de ser. Una de las secuencias recoge el momento en que un baturro a lomos de su asno camina por la vía. El maquinista de un tren lo divisa a lo lejos y, para que se aparte, comienza a pitar insistentemente. Y el chiste quedó plasmado en la conocida respuesta del baturro: "Chufla, chufla, que como no te apartes tú, lo que es yo..."

 

Los profesionales

Podrían explicarse otros casos de costumbres, sucedidos y canciones relacionados con el tren y sus sonidos, que se encontraban en la vida cotidiana de hace varios años, pero sin duda los más significativos eran los referentes al aspecto profesional. 
En las grandes estaciones el incesante pitido de las locomotoras podría ser interpretado por un profano como una sinfonía caótica, pero ninguno de aquellos sonidos era superfluo. Cada silbido obedecía a una disposición reglamentaria. Había que pitar en los trabajos de enganchar y desenganchar vagones durante las maniobras; en la salida de los trenes y en plena vía. 
El reglamento especificaba que era necesario usar el silbato al acercarse a las estaciones de empalme, al llegar a las agujas, en las estaciones, en los pasos a nivel, en las curvas, los desmontes, al llegar a un túnel y en todos los puntos donde hubiera señales fijas que así lo indicaban. ¿Quién no recuerda aquellos postes metálicos rematados por una placa blanca en la que estaba escrita en grandes letras negras la palabra "Silbar"? Y en el silbido, según sus pautas y número de pitidos, se transmitían una serie de señales al personal del tren, al de maniobras y al de las estaciones. Era, en suma, un instrumento indispensable para la circulación. 
Pero el silbato de la locomotora tenía además otra función muy personal que le imprimía cada maquinista. Cuando se acercaba a su destino, según la forma en que pitara la máquina, servía para que su mujer supiera de su llegada, y con el silbato se subrayaba también la importancia de su trabajo que muchos consideraban no suficientemente apreciado en la jerarquía del mando en los trenes y estaciones. 
Lo contaba Faustino García Linares, uno de aquellos maquinistas para los que el ferrocarril era su vida. "Cuando llegabas a una estación en la que no había parada, desde que rebasabas la señal de entrada en vía libre, ya veías al jefe de estación en el andén con el banderín levantado para darte paso y a la gente que esperaba algún tren que venía detrás. Y casi siempre había algún perro y gallinas que picoteaban en las sobras que tiraban los viajeros al suelo. Al llegar a la altura del jefe, tenías que dar la pitada reglamentaria y, a veces, sentías la tentación de darla más larga, y cuando volvías la cabeza hasta que todo el tren hubiera rebasado al jefe de estación, era cosa de ver la que habías armado. La gente se apartaba asustada por el pitido y para escapar de la polvareda que levantaba el tren; las gallinas huían cacareando y el perro ladraba. Cruzábamos por las estaciones un poco fuertes; casi siempre a más de 90 Km/h. y todo retemblaba. Era impresionante y el paso del tren inspiraba respeto". 
Seguramente en aquellos momentos, y la sonrisa de Faustino parecía ponerlo en evidencia, el maquinista se sentía el amo de mundo. Pero aquello sólo duraba el instante fugaz del paso por la estación. En seguida, estaba otra vez la vía, el calor del hogar, el sol implacable, la suciedad de la grasa y el carbón, el traqueteo de la cabina, la vigilancia de la presión de la caldera, el nivel del tubo del agua, el manejo de la distribución y el regulador, y la mirada siempre hacia delante.

(FUENTE VIA LIBRE)

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