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El constructor vizcaíno Domingo Hormaeche culminó la estación de Canfranc donde introdujo el hormigón armado

1 febrero 2013

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La estación de Canfranc siempre acaba siendo noticia. Y su venta al Gobierno de Aragón provoca que salgan a la luz aspectos menos conocidos de esta bella construcción pirenaica. Con su traspaso al Ejecutivo autonómico se dio a conocer el coste de esta magnífica obra: 17.000 euros. El dato salía de la fina pluma de Ramón J. Campo, excelente periodista y autor de los libros de investigación sobre la terminal oscense y que acaba de presentar su tercer trabajo bibliográfico ‘Canfranc, el oro y los nazis’ (ha publicado además ‘El oro de Canfranc’, en 2002, y ‘La estación espía’, en 2006). Que Ramón J. Campo me perdone; pero el dato del coste no está actualizado, porque es una simple traslación a euros, sin tener en cuenta factores como las tasas de variación del IPC de todos los años transcurridos. En los años 20, el salario medio anual de un trabajador era de casi 2.000 pesetas; hoy en día es de 24.000 euros. El premio Gordo de la lotería de Navidad era de 1.200.000 pesetas; pero ese mismo premio valdría hoy más de 1.700.000 euros. Es decir, la equivalencia de un millon de pesetas de la éopoca sería hoy 1,5 millones de euros. Luego el coste actualizado de Canfranc sería del orden de los 3 millonesde euros.

El periodista aragonés publica además otro aspecto, al que apenas se había dado importancia, que salía a la luz en su información periodística: la conexión con Bilbao. El nexo con la capital vizcaína lo protagonizaba una empresa: Obras y Construcciones Hormaeche remató el edificio que el ingeniero Ramírez de Dampierre había dibujado, pero que no pudo concluir porque la muerte le alcanzó antes de ver culminado su gran sueño. La firma vasca no solo se enfrentó al magnífico proyecto, sino que se atrevió a modificarlo. Notificó su intención al Ministerio de la Guerra de construir la estructura de la estación internacional con hormigón armado. Desde las instancias oficiales se accedió a la pretensión de los contratistas con un peregrino, aunque contundente, argumento. “En caso de demolición, los escombros ocuparán menos espacio”.

¿Pero quién estaba detrás de la empresa constructora de Bilbao? Hasta ahora muy poco se había investigado sobre esta empresa precursora para la época que enfocó la construcción de Canfranc con cierta osadía. La mayor parte de las investigaciones se habían centrado en el proyecto original, como si la belleza del edificio evitara fijarse en otros aspectos menos importantes. Mucho se ha escrito sobre la terminal internacional que ha pasado por ser la segunda más grande de Europa (241 metros de longitud), tras la de Leipzig. Sin saber muy bien cómo hay asertos que pasan como artículos de fe y que se extienden como la verdad del Evangelio. A juicio de Juanjo Olaizola nada hay que sostenga tamaña afirmación “Hay otras muchas edificaciones ferroviarias en Europa que superan la magnitud de Canfranc”. Y qué más da; lo que el acervo popular da, no lo quita ni el Espasa.

Obras y Construcciones Hormaeche era la contrata bilbaína que en 1919 había culminado con éxito uno de los grandes proyectos de infraestructura del país: el metro de Madrid. Fue la primera línea de toda España, inaugurada por el rey Alfonso XIII, el 17 de octubre de 1919 con el trayecto Cuatro Caminos-Sol, con 8 estaciones y 3,48 km de recorrido. La línea partía de la Glorieta de Cuatro Caminos, y discurría bajo las calles de Santa Engracia, Luchana, Fuencarral y Montera, hasta la Puerta del Sol.

Y dos años después se enfrentaba a una obra que iba a traspasar las fronteras de nuestro país. Nada más y nada menos tenían en sus manos el futuro del elegante edificio pirenaico, entre modernista y art decó, con el que Francia y España pretendían saludar al mundo y abrirlo a los caminos del ferrocarril, superando la división entre los dos países por los Pirineos, una barrera descomunal e infranqueable hasta que los hombres y las máquinas acabaron por horadar para abrirse paso bajo esa inmensa mole que Labordeta cantó magistralmente: «polvo, niebla, viento y sol, y al Norte los Pirineos».

El mérito de tan magna obra tiene nombre y apellidos. El proyecto salió de la mano de Ramírez Dampierre, pero la ejecución es obra indiscutible de la bilbaína empresa Obras y Construcciones, que en el primer tercio de siglo se convirtió en algo similar a lo que hoy en día sería OHL, FCC o ACS. Todas las comparaciones son odiosas, pero el propietario de la constructora sería, por ejemplo, el Florentino Pérez de nuestros días, Villar Mir o José Manuel Entrecanales. Elijan el personaje. Nuestro hombre respondía al nombre de Domingo Hormaeche Bustinza, nacido en Lezama en 1880, pero que desarrolló su vida laboral más vinculado a Bilbao que a cualquier otra ciudad.

Sin embargo, Domingo Hormaeche es un perfecto desconocido incluso en la tierra que le vio nacer y de él no queda ni tan siquiera un vago recuerdo. Aunque jugó un papel casi trascendental en la construcción civil de los años veinte y treinta. El rastro de su negocio apenas está documentado, salvo por las austeras referencias del BOE en la adjudicación de contratos y obras de variada configuración y en algunos crípticos párrafos de la ‘Revista de Obras Públicas’. Poco más.

Quién sabe por qué un constructor de Bilbao consigue hacerse con los proyectos de obras pública más importantes de aquella época. Pero es revelador conocer el mundo que rodea a Domingo Hormaeche. Los patricios de las acaudaladas familias de Neguri llegan a figurar como accionistas de la empresa del constructor vizcaíno, un hombre forjado a sí mismo y autodidacta. En sólo una década, es habitual toparse en puestos claves de la firma con los nombres de Luis Beraza, Venancio Echevarría Carega, Francisco Horn y Areilza, Miguel Eskoriaza y Echave, Guillermo Ibáñez, Cándido Ostolaza, Juan Uranga, Santiago Innerarity y Valentín Ruiz Senen.

La excelente relación que mantiene con los linajes de Neguri acaba por abrirle la puerta a decenas de concursos de obras por toda España. Obras y Construcciones Hormaeche participa de forma activa en los trabajos del ferrocarril y minas de Burgos y el adoquinado de la ciudad castellana; el puerto de Orio; la estación de Canfranc y su foso de locomotoras: los cuarteles de Jaca y San Sebastián y el puente de Santa Catalina de la capital donostiarra; la Azucarera Leopoldo en Miranda; el Laboratorio Central de Sanidad Militar; el Hospital Militar de Carabanchel; el Muelle Delicias en Sevilla; la albañilería de la Casa de la Prensa de Madrid; varias de las oficinas de la Compañía Telefónica Nacional de España; firmes de carreteras de varias provincias; el Directo ferrovario Burgos-Madrid y el pantano de Alarzón. Estas están documentadas; pero hay más.

Hormaeche es un hombre sencillo, con pocas ganas de sobresalir, pero con un hambre voraz en los negocios. Sólo en la capital vizcaína, la firma Hormaeche se encarga de la cimentación de las obras del Hotel Carlton, el Depósito Franco, el ensanche de muelles en Uribitarte y Campo Volantín, la ampliación del encauzamiento de la ría y el chalé de los Mac-Mahón. Sin embargo, es en la década de los 30 cuando se conforma su sociedad con el gran arquitecto Manuel Galíndez, que fructifica de forma significativa. El edificio de Aurora Polar, el de La Equitativa y, sobre todo, la Casa Hormaeche (sita en Alameda de Urquijo con Padre Lojendio) son sus mejores aportaciones al patrimonio cultural de Bilbao. Esta última edificación marca un antes y un después en la construcción de edificios al combinar por primera vez las viviendas con los espacios dedicados a oficinas. Tan solo un dato, en 1929 los activos de la sociedad superaban los 27 millones de pesetas (la equivalencia a euros en estos momentos sería cercana a los 40 millones de euros).

La muerte le sorprende en octubre de 1934. Y con su fallecimiento, la guerra y el infortunio acaban por borrar cualquier rastro del empresario vizcaíno. Pero su nombre resurge al revolver los papeles dormidos de Canfranc en los archivos oficiales, a la espera de descubrir otros aspectos relacionados con su trabajo. Aunque ya nadie puede obviar que su participación fue decisiva para que esta gran obra de la ingeniería española tenga por delante un futuro ilusionante. Solo falta esperar que se hagan realidad los sueños que Aragón ha puesto en este paraje de su accidentada geografía y en el edificio tan singular que sorprende por su monumentalidad y belleza a los visitantes.

Podéis leer algo más completo que he publicado en El Correo bajo el título “Estación de Canfranc, historia de una bilbainada

(Mi especial agredecimiento a Ramón J. Campo, Javier Elorza y José Manuel Pérez Latorre)

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