TRENEANDO  

  

El jefe de estación

  

Septiembre 5, 2009

Desdela puesta en marcha del primer tren ha sido uno de los oficios más representativos del mundo del ferrocarril. La máxima autoridad en la estación, por donde transitan pasajeros, curiosos, personal del tren y otras gentes sinquehacer. El punto de referencia para todos los que se concentran en ese punto vital, destino y origen de los trenes que van y vienen sin cesar. Pero, al fin y al cabo, otra especie en extinción. Una más de ese oficio en el que van muriendo, con el paso de los años (el progreso), los empleos que han hecho del mundo del tren lo que es: fogoneros (adiós al vapor), mozos de carga, guardabarreras, guardagujas, galgueros, revisor, vigilantes, sobrestante, visitador, agente de investigación, guardesas, guardafrenos, mozos de tren, interventor, capataz, engrasador, lampero, guardavía, sereno…

Angel Fernández Corral, un buceador de esos mares procelosos de la arqueología visual del ferrocarril que rescata documentos históricos, ofrece en su canal de youtube un magnífico documento en el que se describe el trabajo de un jefe de estación a través de la historia de un ferroviario que, al ser ascendido, es trasladado a una estación de menor trasiego. El ferroviario reflexiona sobre todo lo que ha visto en sus veinte años de profesión, sobre su puesto de trabajo y la importancia de la actividad que realiza. Cansado de la tranquilidad, lo que más desea es que un tren importante pase por su estación y, al final ve, cómo se cumple ese deseo. La película pertenece a la serie ‘Ventana Abierta’, un programa de ‘Teleclub’ que se emitía semanalmente en TVE.

El jefe de estación debe controlar todo lo que pasa en su territorio, porque es el responsable del buen de hacer de los trenes y sus empleados y quien permite la salida o no de esos convoyes cargados de gente o de material con un destino bien determinado: otra estación . Aunque la despersonalización del ferrocarril también afecta a está nuestro personaje, más burócrata que rey, y a punto de extinguirse también y desaparecer para siempre de la vía.

 

Esos caminos de hierro que han cambiado la forma de entender el mundo y que el mismísmo Azorín, en su magnífica obra ‘Castilla’, dedicaba un pasaje a las alteraciones que en nuestra vida provocaban los ferrocarriles y que él describía así:

“…Espectáculo raro” es entonces ver el rápido convoy marchar por encima de los carruajes que allá abajo pasan por los arcos del puente. Otras veces el tren penetra en un túnel. “Imponente” es ese momento. El ruido de la máquina junto con el estrépito de los coches, resuena hórridamente bajo la bóveda; sólo acá y allá una lucecita rompe la densa oscuridad: pasan veloces en las tinieblas, rasgándolas, las chispas y carbones desprendidos de la máquina… Y, bruscamente, aparecen de nuevo la luz, el paisaje, el campo ancho y libre. [...] Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. Las tienen las anchas, inmensas estaciones de las grandes urbes, con su ir y venir incesante—vaivén eterno de la vida—de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras que repercuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el barbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre; el llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calladas, hacia los mares azules. Tienen poesía las pequeñas estaciones en que un tren lento se detiene largamente, en una mañana abrasadora de verano; el sol lo llena todo y ciega las lejanías; todo es silencio; unos pájaros pían en las acacias que hay frente a la estación; por la carretera polvorienta, solitaria, se aleja un carricoche hacia el poblado, que destaca con su campanario agudo, techado de negruzca pizarra. Tienen poesía esas otras estaciones cercanas a viejas ciudades, a las que en la tarde del domingo, durante el crepúsculo, salen a pasear las muchachas y van devaneando lentamente, a lo largo del andén, cogidas de los brazos, escudriñendo curiosamente la gente de los coches. [...] “….En fin será tan difícil hacer la guerra como es hoy mantenerse en la paz; y los pueblos, tendiéndose las manos, serán felices merced a los caminos de hierro.”

Pin It