DIARIO DE CADIZ

6 julio 2017

LA ESQUINA DEL GORDO

PACO CARRILLO

La España actual y la Renfe antigua

El único remedio entonces era la resignacio ante la propia inferioridad ¿Les suena?

01 Julio, 2017 - 02:05h

Durante los dos próximos meses voy a intentar olvidar el monocultivo que nos corroe e intentar traer otros asuntos; sé que es difícil puesto que el vivir diario está indisolublemente atado a las ocurrencias de los que viven a nuestra costa so pretexto de que -dicen- están para proporcionarnos bienestar. ¡Y dos huevos duros!

¡Con lo a gusto que estaríamos si nos dejaran echar la siesta en una mecedora de rejilla, a la sombra de una parra y un botijo con agua fresquita al alcance de la mano! Pero ya digo, voy a intentar cambiar el rollo, adoptar el relajamiento de la mecedora y abanicarme con un paipai, única manera de ser rey del mambo.

Este artículo podría servir de transición, tan denostada por los que no la vivieron; comprenda que de la noche a la mañana no se puede cambiar el chips; uno no tiene la capacidad de transformación de la que alardean los galápagos, que lo mismo inviernan en el fondo del agua que se adaptan a ser adoptados como mascotas; eso sí, con mucho mimo.

"La España actual y la Renfe antigua". Un calco. Lo digo para los incrédulos que no admiten que estamos en lo mismo de siempre, que en lo único que hemos ganado es en velocidad si exceptuamos, naturalmente, la acción de la Justicia, el pago de las Administraciones a los proveedores y las urgencias en la Sanidad Pública, que siguen a su aire.

Viajar en aquellos trenes de horarios inciertos, con retrasos desde el punto de partida; en aquellas locomotoras de vapor que perdían fuelle en los repechos; aquellas detenciones en medio de la nada sin justificación alguna; aquellas averías misteriosas y la larguísima espera a las cuadrillas reparadoras; aquellas paradas en todas las estaciones y apeaderos; aquellas incomprensibles preferencias de los trenes "ascendentes" sobre los "descendentes"; aquellos vagones con asientos de madera, ventanillas imposibles de abrir o de cerrar, lloviera o venteara, aspiradoras del humo negro y de las avispas con mala leche; aquellos vendedores de baratijas -sorteos incluidos, que siempre tocaban en el vagón de al lado-; aquellos talantes de los policías a deshoras de la noche exigiendo la documentación; aquella falta de limpieza y de escrúpulos en los servicios; todo ello al mismo tiempo y sin opción a reclamar nada, porque en el fondo estábamos indefensos, tal que ahora.

Éramos pobres y todo estaba justificado ya se viajara por precisión o por placer -lo primero era inevitable, lo segundo un eufemismo temerario-. La mejor actitud del viajero de entonces era autoconvencerse de que a Renfe se le regalaba el tiempo e incluso se le entregaba dócilmente un día completo de nuestra propia vida si el viaje era de largo recorrido. Hoy sólo varía en que, además de la vida hay que dar hasta la hacienda.

¿Anécdotas? Si por anécdota se entiende todo suceso accidental y de escasa importancia, evidentemente no existían, puesto que todo lo que ocurría en aquellos viajes era habitual, tradicional, costumbre, lo que los leídos traducen como consuetudinario y cuyo único remedio era la resignación ante la propia inferioridad y la impotencia de Renfe, justificada siempre por su precariedad de medios. ¿Les suena? Como ahora ocurre con cualquier ciudadano del montón a pesar de lo carísimos que nos cuestan todos los servicios que pagamos sin derecho a protestar a pesar de que nos digan que nos los regalan.

¿Ve lo poco que hemos cambiado?

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