Sustituido por un paso de peatones después de numerosos proyectos

 

La inauguración el pasado 1 de julio el Pasillo Verde Ferroviario, sin duda una de las transformaciones urbanas más importantes realizadas en Madrid, ha traído aparejada no solo a reestructuración de buena parte de los servicios de cercanías, sino una completa transformación de su zona de influencia. Una de esas transformaciones ha sido la del paso a nivel de San Antonio de la Florida, uno de los enclaves con más antecedentes históricos y más populares de Madrid.

 

(03/09/1996) 
El paso a nivel de San Antonio de la Florida se ha sustituido por un paso elevado sólo para peatones y 
construido también por el sistema de rampas, a fin de facilitar el acceso de los minusválidos. 
Ese paso facilitaba la comunicación más directa entre el barrio surgido en el Paseo de la Florida y Rosales, pero las barreras de cierre, casi siempre echadas, disuadían a los conductores de su utilización. 
Por ello, ya desde el siglo pasado hubo proyectos para sustituirlo. El primero en tornar la iniciativa fue el Ayuntamiento de Madrid que en 1883 comunicó a la compañía del Norte su propósito de construir una gran vía desde Rosales hasta la entonces llamada carretera de Galicia, hoy Paseo de la Florida. 
Aquel primer intento no prosperó y, ya en el siglo XX, fue la compañía del Norte la que tomó después la iniciativa de hacer ese paso elevado, ligado al proyecto de ampliación de la estación de Príncipe Pío dispuesta por una Real Orden de 1906. 
En los años siguientes, se produjo una controversia de propuestas y contrapropuestas en las que estuvieron implicados el Ayuntamiento, la Dirección General de Obras Públicas y la citada compañía del Norte y en la que intervino también don Rafael de Guardamino y Eguía, un vecino de Madrid que, animado tal vez por el auge que adquirieron por entonces las orillas del Manzanares como lugar de celebración de verbenas y bailes populares, acompañados de la proliferación de merenderos en la zona, a los que acudían en gran número los madrileños, decidió acercar dicho lugar al centro de Madrid, mediante un nuevo sistema de transporte. 
El citado Guardamino había solicitado en 1907 la concesión de una rampa móvil desde la glorieta de San Antonio de la Florida hasta el Paseo de Rosales con el propósito de hacer más atractivo el desplazamiento hasta La Bombilla, denominación castiza con que ya era conocida esa zona de diversión y asueto y, sobre todo, por la pesadumbre del regreso por la pronunciada cuesta que se iniciaba nada más cruzar el paso a nivel de San Antonio, camino de Rosales. 
Guardamino debía ser un hombre tenaz pues, pese a la negativa de las distancias administrativas a admitir su proyecto, aun insistía en que se mostraban incapaces los que lo negaban y, aunque este afanoso ciudadano desaparece de esta historia, su idea revivió de alguna manera años después con el teleférico que ahora lleva desde Rosales a la Casa de Campo, donde buscan su solaz los madrileños.

Controversias


Las discusiones sobre el paso elevado se mantenían más o menos aletargadas durante años y periódicamente se reavivaban. El primitivo proyecto redactado por el Ayuntamiento en 1907, fue luego sustituido por otro de estructura metálica en su tramo central, pero no sería hasta la proclamación de la Dictadura de Primo de Rivera, cuando el asunto del paso elevado pareció adquirir un impulso definitivo. 
Entre las grandes inversiones ferroviarias, iniciadas a partir de 1926 a través de la Caja Ferroviaria, que canalizaba las ayudas del Estado a las compañías de ferrocarriles, se encontraba la mejora y ampliación de la estación de Príncipe Pío en la que estaba incluida la sustitución del paso a nivel de San Antonio de La Florida. 
Una Real Orden del 28 de marzo de 1928 de la Dirección General de Obras Públicas aprobaba el que se consideraba como proyecto definitivo. Se especificaba 
en el mismo que la luz del tramo central sobre las vías del ferrocarril debía de ser de 60 metros e incluía como condición que los accesos desde las respectivas calzadas no ocuparan terrenos pertenecientes a la compañía del Norte. Pero quedaban por resolver las bases del concurso para adjudicar las obras y el porcentaje de pago que cada una de las partes debía abonar. Se nombró para ello una comisión, cuyas deliberaciones se prolongaron porque había intereses encontrados. Al fin, se dispuso que el costo de la obra se repartiera a partes iguales entre el Ayuntamiento de Madrid y la Caja Ferroviaria. 
En estas discusiones se sumó un nuevo proyecto de ampliación de las vías en la estación de Príncipe Pío, prolongadas hasta el Puente de los Franceses que se preveía ensanchar para cuádruple vía. Con ello, el paso superior de San Antonio debía tener 63 metros de luz en lugar de 60 y se debían tomar además franjas de terreno de hasta 15 metros de ancho, propiedad del Ayuntamiento en la zona luego conocida como los Viveros de la Villa, hoy convertidos en parque.
Pese a todo, se interesaba acelerar la obra y hay documentos que ponen de manifiesto el interés de rematar un proyecto tantos años paralizado en los trámites burocráticos. Uno de estos documentos es una curiosa carta que el arquitecto municipal decano del Ayuntamiento de Madrid, Julio M. Zapata, dirige al ingeniero jefe de la Sección de Construcción de Ferrocarriles del Ministerio de Fomento, José Luis Mier, el 17 de julio de 1929. Escribe el funcionario municipal que le remite una nota en la que procura contestar detalladamente, a los informes equivocados que le han dado sobre el paso elevado de San Antonio de la Florida para que se resuelva definitivamente este asunto sin más dudas y vacilaciones "por ser voluntad expresa de S.M." (entonces Alfonso XIII), según se lo comunicó el propio alcalde. Y añade que el ministro le había mostrado también en esa entrevista su interés personal "para que este expediente no se convierta en el cuento de LA BUENA PIPA". 
Para urgir aún más la respuesta del ingeniero, añade el arquitecto decano en nota manuscrita a la carta que "puede entregar en mano el proyecto al ordenanza del Ayuntamiento para evitar el viaje al facultativo que debía ir a recogerlo". Elogiable diligencia de aquel arquitecto que quería al menos ganar unos días después de que se habían perdido más de 8.000 en los trámites de las distintas administraciones y entidades interesadas. 
Estábamos ya en 1930 y aquel expediente, pese a que todo el mundo parecía querer acabarlo, se convirtió efectivamente en el Cuento de la Buena Pipa. 
La proclamación de la República vino en la mala compañía de la crisis económica de los primeros años 30. La necesaria política de austeridad repercutió inevitablemente en las inversiones ferroviarias que casi desaparecieron. En cuanto al paso superior de San Antonio de la Florida, como la necesidad de resolver el problema era tan evidente, se redujo su coste sustituyéndolo por un proyecto mucho más modesto: una simple pasarela para peatones. 
Como era lógico, el nuevo proyecto entró en la fase de trámites administrativos de información pública y en ellos le sorprendió la guerra civil, cuyas devastadoras consecuencias tanto influirían sobre el ferrocarril. 
Posteriormente, cuando a partir de los años 60 se incrementó el parque automovilístico, se volvió a estudiar la posibilidad de construir un paso elevado sobre el de nivel de San Antonio, pero el proyecto no sería realidad hasta la ejecución de las obras del Pasillo Verde.

 

Ir a ver pasar los trenes

Durante generaciones el paso a nivel de San Antonio fue atalaya preferida por los chicos de Madrid para llenar las largas tardes del verano. "Vamos a ver pasar los trenes", proponían algunos y todos emprendían el largo paseo por los bulevares, Argüelles y Rosales para descender por el Parque del Oeste en busca de los trenes, cuyas presencia se anunciaba con los olores mezclados del humo de las locomotoras y el dulzón de la cercana fábrica de galletas de La Fortuna. Luego, en el paso a nivel, junto a la caseta del guardabarreras, protegida por la sombra que daban algunos grandes árboles, transcurrían las horas sin que nadie mostrara deseos de marcharse. Las chocolateras, como denominaban los chicos a las viejas locomotoras de larga chimenea, subían hacia el Puente de los Franceses con una larga hilera de vagones para cambiar de vía y regresaban para dejar unos cuantos en una parte de la estación. Y así una y otra vez se repetía la maniobra entre los pitidos de aviso de las máquinas, el peligroso trabajo de los enganchadores y los movimientos de brazos del capataz, mientras el paso a nivel permanecía con las barreras cerradas. A uno y otro lado esperaban coches, camionetas y algún carro tirado por mulas, todos armados de paciencia porque sabían que la espera era obligada. 
De vez en cuando, el guardabarreras abría el paso y durante unos minutos se producía una gran algarabía de los que al fin conseguían pasar. Pero había pocos peatones entre ellos porque casi todos los que cruzaban a pie, lo hacían en el intervalo que dejaba la maniobra entre subir y bajar vagones. Nadie parecía reparar en la recomendación impresa en unas grandes chapas de hierro que advertían que Renfe no se responsabilizaba de los accidentes que pudieran producirse con las barreras cerradas. 
El espectáculo culminaba cuando, sin movimiento de trenes, las barreras permanecían cerradas. Era señal de que en breves instantes iba a pasar algún tren de viajeros camino del Norte. El extraño silencio que se producía quedaba roto por el creciente fragor de un tren en marcha cada vez más rápida que se acercaba entre el traqueteo de ruedas, los escapes del vapor y el largo silbido de la gran locomotora que lo arrastraba y que parecía decir adiós a todos los que contemplaban su majestuoso paso. Sí; eran felices aquellas tardes de verano, tal vez porque nadie era consciente de estar almacenando irremediables nostalgias para el futuro.

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