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1 septiembre 2018

Os quiero, personas europeas

Pizzas XL, canciones de Bon Jovi y un madrugón para volver a casa. Último capítulo de la aventuras ferroviarias fuera de edad

La estación principal de Viena al amanecer. La estación principal de Viena al amanecer. OMAR MARQUES Getty

 

Se llama Fat Tony en honor al personaje de James Gandolfini en Los Soprano. Se trata un trozo de pizza que va de mi muñeca a mi codo, contiene tres albóndigas del tamaño de una pelota de tenis y pesa más o menos lo que un bebé sietemesino. En relación precio-colesterol, no debe haber nada mejor en Zúrich. Juntos, vamos a pasar una noche en el baño la mar de entretenida.

Me estoy comiendo el monstruo de pie en la puerta de mi hostel tras haberme gastado los 20 euros de presupuesto que tenía para la noche en 3 cervezas (dos grandes, una pequeña). Tras dar buena cuenta de este manjar gourmet pop, me seco las manos en un poste de la luz y procedo a entrar. Una vez dentro oigo de fondo Dancing Queen de Abba. Odio Abba. Pero estoy de Interrail. Voy a ver qué se cuece. El bar del establecimiento debe de ser exactamente cómo eran los albergues antes de que la juventud lo gestionara todo por Tinder y los lectores se te cabrearan porque no te apetece descargarte una app.

Si hubiera mañana un apocalipsis nuclear deberían salvarse los que viajan en este vagón conmigo, por educados, por estilosos, por amables

El lugar no lo han limpiado desde finales de los noventa. Tampoco han comprado temas nuevos para el karaoke desde esa época. Cruzo el local y me acomodo en el taburete que ha dejado en la barra un señor de mi misma edad. Me da que es como los asientos para embarazadas y ancianos de los metros. Pido una cerveza que no me puedo permitir. A mi lado, una chica italiana que está sola me pide que le vigile el bolso mientras va al baño. Cuando vuelve alguien está haciendo karaoke con Bed of Roses de Bon Jovi. Nos desgañitamos juntos. Odio Bon Jovi. Me pregunta si voy a cantar. No. Al lado se sienta una pareja de jóvenes nórdicos, me tocan el hombro y me preguntan si voy a cantar. No. ¿Qué demonios le pasa a esta gente con que si voy a cantar? Termino la birra y me voy a mi camastro. Mejor una lumbalgia que un karaoke.

Contradiciendo el espíritu de esta narración, cuyas desventuras parecen molestar sobremanera a quienes creían que esto iba a ser un relato de viajes redactado por alguien que cada dos frases entra en Google para comprobar la verosimilitud de las cosas y de los sitios, me siento en el tren más maravilloso en el que jamás he subido. Si hubiera mañana un apocalipsis nuclear deberían salvarse los que viajan en este vagón conmigo, por educados, por estilosos, por amables, por todo. Os quiero, personas europeas.

Ya en Múnich salgo de la estación, paseo por un barrio lleno de bares de estriptís, se larga a llover y me vuelvo a la estación. Lo llaman turismo y no lo es. En la estación me zampo dos salchichas, subo al tren y la tengo gruesa con una familia libanesa que ha decidido ocupar a gritos mi vagón silencio. Unos señores estadounidenses que parecen sacados de una película de Woody Allen —tan centroeuropeos que los sacas de Upper West Side y creen que están en Tijuana— y yo les echamos del vagón. Por un momento creo que los yanquis estos con pinta de tener ya entradas para el concierto de año nuevo en Viena del 2025 y yo vamos a empatizar. Pero ven el Interrail en mis vidriosos ojos, me ignoran y deciden pasarse el trayecto bebiendo vino blanco tibio y manoseando cuatro iPads a la vez. Parecen un cruce entre Cocoon y Minority Report.

Os quiero, personas europeas
 

Son las 19.30 cuando, tras 10 horas de trayecto, llego a Viena. Me voy directamente al albergue. Cojo el metro, bajo al lado del Prater y le hago una foto a la noria, más que nada por el que dirán. "Cinco, ocho, cuatro", me dice el recepcionista, un joven jocoso. No, 504, tío, esa es mi habitación, lo pone en la tarjeta. "Es que estoy aprendiendo español", dice. Subo, dejo la maleta y bajo al lobby (¿lobby?) a ver si logro reservar el trayecto de ida al aeropuerto mañana. Vuelvo en avión... a las 6.30. "Deberías coger el tren", me dice. A las 4 sale uno de (sitio impronunciable), pasa por (sitio impronunciable) y si te bajas en (sitio impronunciable) solo tienes 15 minutos andando desde allí hasta el aeropuerto. "Por cierto, como somos un hostel de estudiantes, no nos permiten despachar alcohol, pero te vendo una lata grande por dos euros". Pillo la lata y entro en el ordenador a ver qué taxi me lleva al aeropuerto a esa hora. Uno acepta trasladarme. Me va a recoger en un rato, o sea, a las 3.30 de la mañana. Mientras, el colega del albergue sigue regalándome cervezas. En un momento dado, levanto la cabeza. Las únicas tres personas que estamos en este albergue de estudiantes somos servidor y dos señores de unos sesenta años con sendos PC viendo vídeos. Así es la vida. Uno se hace un interrail para sentirse joven y acaba alas 11 de la noche en un albergue para estudiantes en Viena ayudando a un jubilado a actualizar el Flash.

 

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