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1 septiembre 2018

Redacción: mis vacaciones

La aventura ferroviaria paneuropea arranca con un trayecto tal vez demasiado familiar

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Interrail La estación de Atocha, Madrid. Alberto Manuel Urosa Toledano Getty Images

 

Empezamos bien. Llego a Atocha directo desde el trabajo. A las 19.30 tengo un tren a Barcelona, algo aparentemente inofensivo, teniendo en cuenta que pillo uno cada mes desde que hace cinco años me mudé a Madrid. Pero esta vez es distinto. Al presentarme en el control de billetes antes de acceder al tren, el empleado de Renfe me para mientras sostiene esa especie de libretilla que es mi billete de Interrail (esta gente necesita un diseñador gráfico con urgencia). “¿Usted es Interrail?”, pregunta en lo que entiendo que es pura retórica. Ahora me dirá que su hija está haciendo uno, que no es la primera vez que me pasa desde que se ha corrido la voz de que voy a emprender esta aventura paneuropea. Asiento. “Pues lo que está a punto de hacer conlleva una multa de 60 euros”. Hombre, ya sé que estoy mayor para esto, pero tampoco es cuestión de multarme por ello. No se ríe. “No, es que usted antes de subirse a cada tren debe rellenar el trayecto que va a realizar, origen, destino, medio de transporte y hora de partida”. Juro que pensaba que esas hojillas con estas casillas tan monas poseían un motivo conmemorativo. Como esto lo hacen jóvenes, asumí que era para recordar los sitios a los que se había viajado y, al cabo de unos años, en una cena con los amigos sacarlo y transitar por el florido camino de la nostalgia. Algo tipo Mi diario, o yo qué sé, Redacción: mis vacaciones.

 

El trayecto sucede sin apenas incidentes remarcables, más allá de que la muchacha que se sienta a mi lado parece hacer también un Interrail, lo que me hace suponer que nos juntan en los asientos. Lleva su mochila, y esa pantalla de móvil se ha caído más veces que Neymar en el Mundial. Yo, en cambio, llevo una maleta de estas de tío que trabaja en una revista de estilo de vida y un polo que me regaló una novia.

Redacción: mis vacaciones
 

“¿En serio no pasas por Praga y Budapest como Ethan Hawke en la película?”. Con el fin de ahorrar algo de dinero he decidido que en Barcelona dormiré en casa de un amigo. El que me ha soltado esta frase, en concreto. Yo quería el sofá para darle más dramatismo al asunto, pero parece que tiene una habitación libre. Siento como si me estuviera dopando antes de unas olimpiadas. El amigo en cuestión es justo el tipo con el que fui a ver la película Antes del amanecer, cuyo recuerdo generacional hace que acabe esta historia en Viena, por si no me leyeron ayer. Él insiste en que estoy faltando a la verosimilitud de la aventura y yo en que quiero ir a comerme un bocadillo de pincho moruno. Él ha hecho bastantes interrailes cuando tocaba hacerlos. Yo, en cambio, lo más cerca que he estado de eso ha sido ir a tomar cerveza barata al bar de un albergue que había en la Plaza Real de Barcelona o alojarme en un hostel roñoso de Ámsterdam en el que había tanto ruido que junto a un amigo pagamos a la mañana siguiente la entrada al Rijk museum solo para poder echarnos la siesta en silencio.

Es casi la una de la madrugada y estamos tomando vino con el colega recordando cuando, de camino a Praga, pasamos un día en el camino de ida en Múnich y otro en el de vuelta en Stuttgart, creo. ¿O era al revés? ¿O eran viajes distintos? “¿Debería bajar a Ciutat Vella y mezclarme con los guiris? No sé, por el relato, digo”. Mi amigo me afea que no pase por Múnich. Yo ahora mismo creo que no lo haré. Me equivoco. Obviamente, no voy al centro a socializar. Me meto en la cama, tengo una toalla limpia y un aparato de aire acondicionado que estoy a punto de romper, pues cualquier cosa con más de dos botones me estresa. Por la mañana salgo con la mujer de mi amigo a pillar el Metro rumbo a la estación de Sants. “¡Qué haces! Te van a robar la cartera”, me indica ella cuando subimos a la Línea 5 y ve que la llevo medio salida de la bolsa en la que están el portátil, un cartón de tabaco y chicles para provocar diabetes a la mitad de la población de Idaho. Me parece hasta simpático que, aunque anoche no fuera a un pub irlandés en Ciutat Vella a beber hasta desfallecer, sí haya estado a punto de que me manguen la cartera como a un guiri.

Al bajar en Sants salgo a coger aire y se me acerca un tipo que es habitual entre los que piden en la puerta de la estación. Hace un mes logró ablandarme, porque resulta que yo llevaba una camiseta de The Specials y él era fan de la banda de ska inglesa de los ochenta. “Dame un euro para un café”, me dice sin mención alguna a mi indumentaria. Supongo que debemos fingir que no nos conocemos, como los amantes. Le doy dos. Hacer la primera parada en un sitio en el que te suenan hasta los mendigos igual no fue buena idea. “¿Ahí pone Lyon?”, me dice el del control de billetes. “Ah sí, pero la fecha está mal. Corríjala o deberé multarle”. Si hoy es jueves, esto es Barcelona… y en cinco horas será Lyon.

 

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