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2 mayo 2014

OPINIÓN

1º de Mayo

Viaje en un tren de cercanías cuya gestión obtuvo la Generalitat mucho antes de emprender el viaje hacia la Cataluña feliz

1 MAY 2014 - 00:05 CET

 

Maldita sea. Cómo ha podido moverse tan rápido esa tonelada de grasa comprimida. Bajo la papada palpitan dos plataformas de lanzamiento barnizadas de sudor. Por fin están juntas las cuatro cotorras felices, parlanchinas y cansadas: han ido sentándose una detrás de la otra, ágiles y astutas, sin interrumpir sus historias fabulosas de una tarde loca en la sala de baile. Sacuden las pulseras doradas, zapatean con tacones, insinúan insidias de las ausentes y escandalizan con carcajadas divertidamente etílicas mientras de pie el muchacho flaco y desnutrido pone los ojos en blanco conectado a los cables de las orejas; sigue en la misma página del libro desde hace al menos dos paradas subterráneas, pegado al hombro desnudo y tatuado de un mastodonte con cuatro aros en la oreja y rapado completamente, también de pie y muy estable, sin protegerse de las sacudidas del tren, con la mirada fija en los ojos rojos, vivaces y cansados de una muchacha teñida de rubio que mete las dos manos en el bolso y rebusca hasta dar con el dossier que acaba de sacar.

Es la colección de primavera de HyM, en blanco y negro, con indicaciones de precios y modelos en columnas plastificadas, con las botas muy gastadas, los pantalones verdes y las manos de golpe tontas sobre el dossier que ha vuelto a guardar sin que se dé cuenta de nada su compañera —que sigue de pie en el vagón nocturno y colapsado, más allá de las 11 de la noche del lunes—, absorta en un libro forrado que no descubro hasta que dice ella de viva voz de quién es el libro mientras juega con los talones de los zapatos y las piernas cruzadas, nerviosa pero segura: Julia Navarro es su escritora favorita, le dice al muchacho que se sienta delante de ella, parece su hijo, esquelético, no es su hijo, muy guapo y rubio, seguramente gay y tímido, que lee también un libro forrado de plástico y prestado de la biblioteca —leo el título con la esquina de los ojos: Métodos y tipos de sistemas de balances, o quizá lo recuerdo mal—, con una inmensa bolsa de deporte debajo de su asiento —-él va sentado—.

El hombre del pelo lacio sigue allí, apretujado en este vagón de noche en día laborable hacia las afueras de Barcelona

Por un momento fantaseo que se van a bajar, alguien se va a bajar de una puñetera vez y levantarse del asiento. Es muy tarde, es muy oscuro al salir del túnel en Torre Baró, quedan 30 minutos de trayecto todavía —la ciudad es una nube plana de luciérnagas frías y móviles, intermitencias blancas y rojas— y casi nadie se mueve todavía, balanceándose como si estuviesen dormidos, sobre todo la muchacha morena, tiznada casi, con el pelo recogido y las manos fofas atadas a un teclado virtual en el aparatito forrado de color rosa, cansada también pero de golpe alegre, deja de teclear y se lleva el bicho rosa para que le coma la oreja, de golpe contenta y sonriente, me mira un momento, la miro y dejo de mirarla, regreso a la página que leo de pie de Bloody Miami —la novela de Tom Wolfe me deforma la mano, son 650 páginas enloquecidas y ácidas—, vuelvo a mirarla, pálida y roja, no me ve, despista con la voz y hace muecas de excesiva felicidad, sobreactúa artificial porque la llama un hombre que le importa y coquetea mal, con torpeza y ansiedad; no ve que no lo ve, que no lo tiene delante, pero habla exultante como si lo tuviese ante ella, mientras recibe miradas de acritud e impaciencia de otra pasajera de pie, otra más de pie que jugaba hasta hace un instante a perseguir con su aparato más bichos y ahora se separa unos centímetros, agobiada por la muchacha alegre y a la vez presionada por el vientre redondo de un hombre con traje y melena lacia y gris que entró en el vagón en la última parada con la mirada ávida e impaciente, busca sitio, otro que busca sitio.

No sé si los demás recuerdan como recuerdo yo que la Generalitat obtuvo la transferencia de los servicios de Rodalies hace ya tiempo, bastante tiempo, incluso antes de que resonaran en las cabezas las voces y los titulares de la música mediática, antes de la fantasmagoría de una Cataluña diurna de ensueño en tránsito hacia la estación feliz.

El hombre del pelo lacio sigue allí, como seguirá mañana, mientras saca un periódico doblado —El Periódico— e intenta leer. Renuncia a hacerlo mientras dobla de nuevo el diario sin espacio, le suena el móvil con un politono de los Beatles, me parece que love me do, ha de contorsionarse para extraerlo de la cartera cruzada sobre el pecho y ahora golpea sin querer el peinado de una de las felices señoras sentadas —ni se inmuta, sigue hablando como si aceptase la disculpa de antemano y sin rencor—, apretujado en este vagón de noche en día laborable hacia las afueras de Barcelona.

Jordi Gràcia es escritor y ensayista.

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