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27 agosto 2013

el accidente de tren de santiago

Descarrilar a la puerta de casa

El vagón en el que viajaba una mujer de Angrois fue a caer frente al lugar donde vivió 33 años

Una familiar la rescató con dos dientes rotos y magulladuras

Santiago de Compostela 11 AGO 2013 - 00:05 CET

Ana Belén Leis, junto a su marido Amador y sus hijos Gonzalo y Lucía, en su casa de Santiago. / ÓSCAR CORRAL

Ana Belén Leis llevaba cuatro años tomando una vez al mes ese tren a esa misma hora. Unas 50 veces había pasado por la curva sin que nada llamase su atención. La noche del 24 de julio iba en el tren siniestrado en Santiago de Compostela y descarriló a escasos metros de la casa donde había vivido durante 33 años en Angrois. “Desde la ventana de mis padres se pueden ver las vías perfectamente”, comenta en el sofá de su casa, aún dolorida por el golpe. Tiene dos dientes rotos y magulladuras en el brazo derecho, sobre el que se apoyó durante el descarrilamiento.

En 2009, cuando sacó la oposición de funcionaria de prisiones, se mudó a Villena (Alicante). El empleo público le hizo dejar atrás una infancia tranquila en un barrio de 300 habitantes. En Santiago se quedaron su marido, Amador, y dos niños: Gonzalo, de siete años, y la pequeña Lucía, que cumple dos esta semana.

La víspera del día grande de Santiago, Ana viajaba medio adormilada en el asiento 8D del cuarto vagón del tren Alvia que salía de Madrid con destino Ferrol. “Era el penúltimo asiento y me tocó ventanilla, así que vi perfectamente cómo el tren se iba a la derecha”, gesticula ahora con sus manos para indicar cómo sucedió.

Antes de llegar a la curva ya había metido sus bártulos en el bolso porque estaba “a punto de llegar”. Pero a las 20.41, su vagón voló unos cinco metros hasta aterrizar en el palco de música del campo donde jugaba cuando era pequeña. Pese a los moratones, el parte médico la consideró ilesa. Otros 79 viajeros no lo contaron.

“El primer recuerdo son ruidos de amasijos y hierros”, relata entre lágrimas. No sabe si perdió la conciencia unos minutos, pero sí que estaba tumbada y escuchaba cómo la gente pedía socorro como podía. “Intentaba asimilar lo que acababa de suceder y no dejaba de preguntarme qué había pasado”. Ella notó cómo el tren frenó bruscamente en el tramo final del túnel. “No le di importancia porque eso depende del maquinista; es como cuando vas de pasajero en un coche”, compara. “Yo podía respirar porque había una estructura que dejaba un hueco vacío delante de mi pecho. Salí caminando con la ayuda de una persona y vi a una prima de mi madre, Pilar Montoiro, que cubría con mantas a otras víctimas”. Ana no quiere confirmar que estaba en el vagón que apareció varado en una cuesta arenosa de Angrois, pero recuerda que no tuvo que atravesar las vías ni caminar demasiado, tampoco subir escaleras o cruzar puentes para ponerse a salvo. “En cuanto me sacaron, yo estaba ya en el campo con mi familia”, afirma.

Su retorno a Santiago, como cada mes, era para pasar unos días con su familia. Cambió la libranza con uno de sus compañeros de la prisión de Alicante II para asistir a la comunión de un sobrino. “Mi prima me llevó directamente al hospital. Iba sin una sandalia, pero más o menos podía caminar”. Esta pariente la metió en el coche y rápidamente se marcharon a La Rosaleda, una clínica privada en el centro de Santiago y que atendió a los heridos menos graves. Allí se reencontró con su marido, que venía de esperarla en la estación de Santiago y que intuía lo peor. “Les avisaron de un tren descarrilado, pero no dijeron cuál. Comenzó a llamarme, pero el móvil seguía dentro del vagón”, cuenta Ana, hecha un mar de lágrimas. “Yo iré al psicólogo pero el que de verdad lo necesita es mi marido. Ha sufrido muchísimo”.

Juntos llevan ahora una vida muy tranquila. “Damos paseos. Cortos, porque aún tengo molestias”, explica ocho días después de salir del hospital. Solo ha vuelto a Angrois para el homenaje de los vecinos a las víctimas. Sentía que tenía que asistir a dar las gracias por seguir con vida y a mostrar su respeto por aquellos que fallecieron. “Tuve que hacer de tripas corazón”, comenta. Ha evitado ver vídeos y fotos sobre la tragedia pero “hay imágenes que no se van de la cabeza”. Le preocupan las secuelas que le puede dejar el choque. Los psicólogos están echando una mano al matrimonio, que no descarta personarse en la causa como acusación: “Haremos lo que nuestra abogada considere oportuno, aunque de momento vamos a esperar”.

Le queda un largo período en su casa de O Milladoiro, una ciudad dormitorio a las afueras de Santiago. Y un sinfín de trámites burocráticos, incluida la lucha con los seguros, que no ha comenzado. “Creo que una compañía empezó a pagar 1.500 euros a los que estuvieron menos de ocho días ingresados”, dice. Ella estuvo siete. De fondo, la idea del regreso a Alicante. Tiene vuelo directo a Santiago y tarda dos horas, pero a ella le da pánico volar. Tampoco está segura de si volverá a subir al tren: “Aunque hay que trabajar”.

Trabaja en Alicante y teme el momento de volver a coger un tren o un avión

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