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9 octubre 2015

CRÓNICA

Primer tren a Katanga

El primer AVE que consigue salir hacia Madrid tarda en llegar cuatro horas y media a Atocha

 

 A bordo del AVE 3142 con destino Atocha 8 OCT 2015 - 19:06 CEST

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Estacion de Atocha y centro de control. / SAMUEL SANCHEZ (EL PAÍS)

 

Afortunado mortal llego arrojadamente a la estación de Sants a coger el AVE de las 11 a Atocha poniéndome en lo peor, que es mucho, cuando anuncian que la línea se ha restablecido. El ambiente en la zona de los trenes de (hoy ya no) alta velocidad es de playa griega con muchos refugiados. Me hacen formar en una fila en la que solo nos falta el petate –yo salí de aquí hace una eternidad para ir a la mili y que viva Mircea Eliade y el eterno retorno- que pronto se bifurca y se vuelve a bifurcar hasta que un estadounidense y un chino ponen orden. Una nube de fotógrafos nos retratan como si fuéramos los pasajeros del Titanic.

Cuando pienso que aún saldré de rositas y casi a la hora se escucha una alarma estridente: es el actor Fermí Reixach que anda perdido y trata de marcharse por las puertas de emergencia. Entonces estas se abren de par en par y accede desde fuera de la estación una muchedumbre que esperaba en los autocares y que ahora se precipita hacia los mostradores. Mientras llegan a las colas yo ya me he hecho con un papelito que me acredita como feliz poseedor de la plaza 11B en el coche 15 (sic), aunque no está detallado si el trayecto es a Atocha, a Gun Hill o a Katanga. Recordando mis mejores tiempos de jugador de rugby y empujando un poco aquí, otro allá, dejando atrás por piernas a una anciana y a una mamá con cochecito, me subo al vagón que está ya lleno de gente con cara de haber encontrado el tren del oro nazi.

Salimos con más de media hora de retraso, pero es el primer AVE en hacerlo en toda la mañana. Cuando nos las prometemos muy felices el tren se detiene en Tarragona donde aguarda una multitud que ha sido llevada previamente en autocares. Muchos suben sin acomodación. En el bar, donde he conseguido un bocadillo justo antes de que la barra se ponga en condiciones dignas de la balsa de la Medusa me encuentro con el librero Lluís Morral que va a Liber a recoger el premio que le han dado a Laie. Es de los que ha subido en Tarragona y pone cara de hiena cuando le digo que yo vengo tan ricamente de Sants. Regreso silbando a mi asiento y resulta que está ocupado por un tío con barba. Le afeo el hecho –que me haya cogido el sitio no que lleve barba, por mi como si es hipster- y aduce que a él le han quitado el suyo y que hay que ser solidarios, no te fastidia el tío Podemos. Le digo que ya se está levantando, cosa que hace a regañadientes mientras todo el vagón nos mira con expresión de no nos moverán y de aquí va a haber tomate, que bien porque hoy de película, nada. Me siento y me aferro mucho a mi recuperado asiento, de forma que cuando llegamos a Lleida tengo calambres. Ya nadie se levanta ni para ir al lavabo.

Me debo haber quedado dormido porque son las 3 y nos detenemos en Guadalajara. En el vagón reina un ambiente de resignación punteado por el llanto incesante de un bebé. Una abuela con tres nietos a bordo recibe un mensaje en el móvil: la han visto en Antena 3 y le envían ánimos. La noticia pasa de boca en boca. Las maletas amontonadas en plataformas y pasillos confieren un ambiente de Far West: en cualquier momento atacarán los indios o la banda de Jesse James. En todo el trayecto no se nos ofrece la más mínima información ni agua, ni, como queda dicho, la película. Dado que viajo para una charla sobre el galeón de Manila trato de absorber la atmósfera por si me sirve de algo. Me digo que si esto dura más sufriremos escorbuto. A las 15.25 llegamos a Madrid-Atocha. La llegada estaba prevista a las 13.45. Y somos los afortunados. Mientras descendemos, la pantalla electrónica del vagón se ilumina con un mensaje: “Au revoir”.

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