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9 septiembre 2018

La decadencia arquitectónica del Metro de Madrid

 

 

 

 

Cuando los vecinos de Madrid vieron a una cuadrilla de trabajadores clavando los picos en plena Puerta del Sol, no sabían a qué atenerse. Los hombres habían llegado con un carro de bueyes lleno de herramientas y una pequeña grúa, y empezaron a excavar un pozo hacia el subsuelo de Madrid. En los meses siguientes se acumulaban pilas de escombros, quejas de los vecinos y multas a la empresa encargada de las obras. Así nacía el Metro de Madrid.

Era 1917 y empezaban las obras del tren subterráneo de la ciudad, que hace ahora un siglo estaba en plena gestación. Un periodista bajó a aquel submundo para visitar los trabajos y, asustado, en su regreso a la luz, dijo que aquellos obreros trabajaban en silencio «entre pequeñas llamas blancas, semejantes a fuegos fatuos». Tal era el aspecto de lo que presenció que describió a los operarios como «condenados en el presunto infierno del fondo de la tierra».

La idea de crear una red de metro había surgido décadas atrás, pero fue en 1914 cuando se presentó el proyecto de Ferrocarril Central Metropolitano de Madrid. Si en el siglo XIX habían sido los ferrocarriles los que revolucionaron el transporte, más tarde fueron los tranvías los que lo hicieron en las ciudades. Pero la irrupción del metro, que multiplicaba por tres la velocidad de sus predecesores, suponía un claro avance: alcanzaba, en velocidad punta, los 55 kilómetros por hora.

 

«El Metro fue realmente el elemento indispensable para que Madrid diese el salto a metrópoli, al igual que otras capitales europeas», sostiene Álvaro Bonet, arquitecto y vicepresidente de la Asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio.

Aquellos gusanos que surcaban la barriga de Madrid eran capaces de llevar 234 viajeros frente a los 32 que cargaba, apiñados, un tranvía, por lo que aquella mejora no solo era de alcance urbanístico –coser zonas más alejadas e integrarlas–, sino también de eficiencia energética, una de los grandes retos actuales.

«El futuro en cuestión de movilidad es imparable, sobre todo porque hemos vivido en un exceso irracional de vehículos privados contaminantes», explica Bonet. «La ciudad debe ser un espacio vivible, no puede ser un caos en el que la climatología se resienta y la salud también: la vida es un equilibrio de elementos que cuando se rompe, se descompensan y se produce un fallo multiorgánico. Lo que en economía sería una crisis, en medio ambiente es la muerte y la autoaniquilación».

De hecho, el informe que ha realizado Ecologistas en Acción sobre la calidad del aire de 2017 en Madrid ha concluido que se han aumentado las emisiones a la atmósfera, superando los límites legales (y ya van ocho años seguidos) de dióxido de nitrógeno.

Y si en el 2016 ese valor lo superaron nueve de las 24 estaciones, el año pasado fueron 15. Mientras tanto, la Agencia Europea del Medio Ambiente (AEMA) calcula que mueren anualmente más de 30.000 personas en España de manera prematura por gases contaminantes.

El año pasado, además, España fue el cuarto país (tras Malta, Estonia y Bulgaria) que aumentó las emisiones de dióxido de carbono. Y el tráfico es gran responsable de ello: se calcula que los coches, en Europa, aportan el 13% de esas emisiones.

Junto a eso, el arquitecto cree que la ciudad del futuro requiere de una «movilidad pública eficiente y bien cuidada: buena frecuencia de horarios, la accesibilidad y una planificación de crecimiento realista y adaptada».

Las grandes urbes ya están inmersas en un cambio, no sin dificultades, que se expresa en la restricción de coches al centro histórico, los peajes de acceso o la peatonalización de importantes arterias, como el de la Gran Vía el pasado mes de diciembre.

El resultado fue que los niveles de dióxido de nitrógeno disminuyeron un veinte por ciento el tiempo que la carretera estuvo cortada al tráfico.

Sin embargo, el vicepresidente de Madrid, Ciudadanía y Patrimonio, ante el riesgo de tomar decisiones en tromba sin medir las consecuencias, advierte: «La peatonalización debe acometerse de forma rotunda; si no, es mejor no hacerla.

Las experiencias parciales han conseguido destruir el tejido de barrios, como en el caso de la calle Fuencarral, en la que ya no queda un solo comercio tradicional y de proximidad. Todo son tiendas de ropa: se ha convertido en una galería comercial al aire libre. Eso no puede ser: eso mata las ciudades».

La riqueza arquitectónica del Metro

Las líneas de metro en Madrid, que comenzaron siendo cuatro, fueron concebidas en una época en la que España estaba envuelta en la corriente regeneracionista tras las hecatombes coloniales.

La moral nacional caía en picado y el Metro iba a demostrarle al mundo que el país recuperaba el amor propio, fijándose en las grandes construcciones de París y Nueva York, aunque aportando el sello nacional: las estaciones utilizaron azulejos de fabricación nacional y se empleó multitud de símbolos nacionales como castillos y leones, además de un reguero de obras arquitectónicas por toda la ciudad.  Luego llegó la guerra y truncó su desarrollo. A cambio, sirvió de refugio ante los bombardeos.

Aunque la ambición y el impulso que alumbró el tren subterráneo de Madrid dejaron un largo legado arquitectónico y artístico en toda la ciudad, en los años sesenta, mediante la restauración de estaciones, se comenzaron a borrar las huellas del pasado. «Si Metro hubiese conservado las líneas 1 y 2, probablemente hoy serían objeto de culto en nuestra sociedad», dejaron por escrito Bonet y el ingeniero Antonio Manuel Sanz, el pasado mes de mayo, en el número 75 de la revista Madrid Histórico.

Para el arquitecto y activista –está embarcado en una fuerte lucha para proteger las cocheras de Cuatro Caminos–, la conservación de ese legado es primordial. «Yo pondría directamente, como una urgencia, la puesta en valor del Patrimonio Histórico de Metro», sostiene con pesadumbre, «porque en este momento se están perdiendo elementos de forma irreversible con reformas como las estaciones de Sevilla o Gran Vía».

Para Bonet, la riqueza arquitectónica de Madrid comenzó a ser destruida con el desarrollismo franquista porque «se impuso un tipo de urbanismo feroz basado en la predominancia del vehículo privado. Se derribaban casas históricas para ensanchar viales y ello redundaba en compensación en altura a los propietarios». Y sentencia: «Eso es una barbaridad».

Más tarde llegó una mayor conciencia de la riqueza arquitectónica de los edificios históricos, pero las estrategias de conservación, denuncia, siguen siendo deficientes mientras reparte culpas a las viejas tendencias de la administración y a un desinterés en las sucesivas personas responsables en el Ayuntamiento. Para colmo, resume, Madrid es la única capital europea sin un servicio municipal de arqueología propio.

«El Patrimonio, realmente, no le ha importado nada a la ciudad: ni siquiera han tenido miras como para sacarle un rédito de interés turístico internacional, e incluso la colección de coches históricos que atesoran está aparcada en un depósito, casi en estado de abandono», denuncia.

La humanización de los espacios

Si las ciudades del futuro –y del presente– tienen como eje articulador el transporte público, uno de los grandes desafíos de las ciudades –para combatir el individualismo feroz que lleva al aislamiento emocional y la competencia, entre otros males de estos tiempos– es la humanización de los espacios.

En la ampliación de las ciudades en el nuevo siglo se ha sido usurpado a sus pobladores, en muchas ocasiones, el «derecho a la ciudad», creando nuevas ciudades sin alma. «El mercado solo», dice el geógrafo urbanista Jordi Borja, «no hace ciudad, más bien lo contrario». Algo en lo que coincide Álvaro Bonet: «La construcción se ha devaluado como concepto porque se busca siempre lo más económico, y en operaciones inmobiliarias sale más barato tirar y hacer nuevo que restaurar».

Es en esta deriva privatizadora donde las grandes empresas han comprado el nombre de teatros, de calles, estadios, plazas y líneas de metro, en una nueva visión que extiende su mercantilización a otros ámbitos.

«Metro tiene que tener una vocación fundamentalmente de servicio y dejar de llamar clientes a los usuarios, a los que hasta hace no mucho se les llamaba viajeros», se queja Álvaro, cuyos ojos se fijan en el transporte como un servicio público que integre su riqueza histórica y cultural.  «Y eso no quiere decir prescindir de actualizarlo», matiza, «sino hacerlo adecuadamente en las líneas históricas».

De momento, la penúltima lucha es la que la asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio lleva en las cocheras de Cuatro Caminos ante su inminente demolición para sofocar la inmensa deuda de 200 millones del Metro y levantar una torre de 31 plantas en lo que parece será este 2018, Año Europeo del Patrimonio, cuyo lema es «Nuestro patrimonio: donde el pasado se encuentra con el futuro».

 

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