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9 julio 2018

Interrail

Ese viaje nos enseñó a amar Europa, a hermanarnos con sus habitantes, su historia, sus calles y sus paisajes

 
 
 

 

Todos deberían recorrer Europa en Interrail con una mochila. Todos deberían recorrer Europa en Interrail con una mochila. Getty Images

Hace 30 años recorrí con cinco amigos toda Europa con un billete de Interrail. El nuestro era de color azul porque nos permitía ir también en barco. Con mis 17 años tenía unas ganas inmensas de conocer el mundo y sentía que Europa era el futuro. Pasamos un mes increíble atravesándola de norte a sur con las mochilas llenas de todo lo indispensable para este tipo de viajes: un saco de dormir, poca ropa, cosas básicas de aseo y un pequeño botiquín. En aquella época no había teléfonos móviles ni Internet. Muy de vez en cuando llamábamos a casa desde las cabinas de la calle para decir que estábamos bien. Las postales eran las misivas de nuestro periplo, el rastro de miguitas que dejaban por aquel entonces las almas aventureras que se alimentaban de bocadillos y rellenaban las cantimploras con el agua de las fuentes. Las cámaras fotográficas buenas eran pesadas, frágiles y funcionaban con carretes y había que ser cuidadoso y preparar el instante para que las fotos salieran bien.

En cada país cambiábamos dinero. Si podíamos, dormíamos en los trenes para amanecer en las ciudades que luego pateábamos sin descanso mirando un mapa o una guía del trotamundos que nos daba claves sobre los albergues y los monumentos. Europa sin Internet era muy diferente. Las realidades paralelas estaban en los museos y en las leyendas que contaban las piedras de los edificios históricos. Nos cruzábamos con otros mochileros que trazaban sus rutas. Practicábamos los idiomas que habíamos aprendido en el instituto y nos dejábamos llevar por el flujo de la vida en la calle.

Quisimos abarcar todo el mapa del continente en 30 días. Llegamos hasta la ciudad de Turku, en Finlandia, en un ferry nocturno lleno de gigantescos vikingos que se pasaban la noche bebiendo y celebrando la vida. La hermosa Yugoslavia todavía era el país unificado por Tito y no fuimos capaces de presentir el horror fratricida que se avecinaba dos años después. Buscamos el mar en Montenegro y dormimos en la playa de la ciudad de Bar, donde los marineros parecían personajes de un cómic de Corto Maltés. Llegamos hasta Atenas y de allí nos fuimos a la isla de Corfú, donde los peces son como luciérnagas gigantes. Volvimos a casa entrando por el puerto italiano de Brindisi y atravesamos la bota sonámbulos y agotados.

Ese viaje nos enseñó a amar Europa, a hermanarnos con sus habitantes, su historia, sus calles y sus paisajes. Siempre he pensado que al final de la adolescencia, cuando la vida es un universo de posibilidades, todos deberían recorrer Europa en Interrail con una mochila.

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